FUKUYAMA ¿EL FIN DE LA HISTORIA?, POR LUIS ORO TAPIA







Versión 030507



¿El Fin de la Historia?
Notas sobre el espejismo de Fukuyama






Por Luis R. Oro Tapia [1]
A Héctor Herrera Cajas (1930-1997)



A b s t r a c t



En este artículo se lleva a cabo una crítica a la tesis de Francis Fukuyama sobre el fin de la historia. El ensayo comienza con una comparación entre la visión de la historia de Hegel y la de Fukuyama y, su autor, estima que no existen mayores compatibilidades entre ambas, sino que, por el contrario, divergencias de fondo. El articulista, después procede a confrontar las ideas de Fukuyama con la realidad factual y, según él, tampoco existiría una mayor concordancia entre ésta y aquéllas. El ensayista, finalmente, insinúa que el intelectual norteamericano incurre en un espejismo cuya principal característica es –paradójicamente- su falta de sentido histórico.


La caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, sorprendió a la opinión pública mundial, desconcertó a los políticos y dejó estupefactos a los intelectuales. Fue un evento que nadie previó –ni siquiera los futurólogos y, menos aún, los politicals sciences-, excepto Francis Fukuyama. En efecto, Fukuyama un año antes había vaticinado, en un artículo titulado ¿El fin de la historia?[2], el ineluctable triunfo del liberalismo sobre el bolchevismo y, en general, del modo de vida de las sociedades euroatlánticas respecto de las no occidentales.
Fukuyama se inspiró en la filosofía de la historia de Georg Wilhelm Friedrich Hegel para realizar su pronóstico. La interpretación que Fukuyama realizó de los acontecimientos de la segunda mitad de la década de 1980 aparecía “avalada” por la autoridad intelectual del filósofo berlinés. Pero el éxito del artículo no se explica sólo por la filiación intelectual de su autor, sino que también porque en su momento brindó una explicación -bastante satisfactoria- de un proceso que a todos cogió por sorpresa. Más aún, acontecimientos posteriores a la caída del Muro, como la desintegración de la Unión Soviética y la disolución del Pacto de Varsovia, parecían corroborar a cabalidad la tesis de Fukuyama.
No obstante los aciertos del artículo en cuestión, sus planteamientos deben ser revisados. Por eso, es pertinente comparar las ideas del profesor de Harvard con las del filósofo berlinés. Ello, con el propósito de determinar hasta qué punto el planteamiento del primero se ajusta al del segundo.
Para cumplir con tal meta, mi análisis seguirá el siguiente itinerario. En primer lugar, esbozaré a grandes rasgos, en lo que el asunto en cuestión concierne, la concepción hegeliana de la historia. En seguida, expondré los principales aspectos del planteamiento de Fukuyama. Finalmente, trataré de determinar si existe compatibilidad entre las ideas de Fukuyama y las de Hegel.

La visión de la historia en Hegel



Para Hegel la historia está signada por el devenir. En ella nada es eterno; todo es fugaz. Sus protagonistas y actores son las agrupaciones humanas, las entidades colectivas. Ellas son portadoras de un espíritu que está en incesante movimiento. Éste despliega de manera progresiva su racionalidad. Y en cuanto más se desarrolla más se incrementa la conciencia que tiene de sí mismo. El espíritu es libre en la medida que se auto-posee plenamente, es decir, en la medida que se torna más consciente de sí mismo.



El espíritu es inquieto. Ni siquiera en su momento de mayor plenitud cesa su movimiento. Por eso, cuando logra su madurez, al igual que una fruta que está en su sazón, se encamina hacia su ocaso hasta que finalmente se marchita y fenece. Pero al final del camino, en los últimos días del otoño, deviene en una nueva forma y adquiere así una nueva identidad. Es el comienzo de una nueva era. Ella también tendrá su momento de esplendor y posteriormente también desfallecerá. Pero desde las cenizas el espíritu volverá a resurgir azuzado por las pasiones[3] y nuevamente se transformará en algo objetivo y configurará nuevas macroformas colectivas. Por eso, cuando declina el espíritu, es decir, cuando se agota una forma de racionalidad, las pasiones comienzan a desbordarse hasta que logran erosionarlo y destruirlo, pero también –¡oh, paradoja!- comienzan a alentar el surgimiento de una nueva aventura de la razón, de una nueva creación del espíritu.



Una de las principales características de la lógica que rige a la historia universal es la omnipresencia de la variación. Esto es, del cambio, del devenir. Tal categoría –la de variación- da cuenta de la precariedad y volatilidad de las conquistas humanas. Tras ella subyace la certeza del carácter finito de las creaciones del espíritu. No obstante cuando él alcanza su plenitud, él y sus realizaciones parecen inmarcesibles. En momentos así, sus logros resoplan eternidad; sus creaciones exudan inmortalidad; sus éxitos parecen insuperables. Pero ello es sólo un espejismo de la razón triunfante. Lo real, lo sempiterno, es otra cosa: la fugacidad, el cambio, la metamorfosis.



¿Qué entiende Hegel por variación? Hegel, en su obra Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, configura de manera nítida la categoría de variación. En ella sostiene que “la más rica figura, la vida más bella encuentra su ocaso en la historia. En la historia caminamos ante las ruinas de lo egregio. La historia nos arranca de lo más noble y más hermoso […] Las pasiones lo han hecho sucumbir. Es perecedero. Todo parece pasar y nada permanecer. Todo viajero ha sentido esta melancolía. ¿Quién no ha estado entre las ruinas de Cartago, Palmira, Persépolis o Roma, sin entregarse a consideraciones sobre la caducidad de los imperios y de los hombres, al duelo por una vida pasada, fuerte y rica?”[4].



Los individuos realizan sus fines particulares en el mundo histórico que el espíritu ha configurado[5], es decir, en el orden político que él ha instituido. Pero las pasiones personales instigan la consecución de los fines individuales y éstos no siempre son compatibles con las metas colectivas, sobre todo en las épocas en que el espíritu del pueblo[6] comienza a declinar[7]. En efecto, en la etapa formativa y ascendente de un pueblo las pasiones propulsan al espíritu, pero una vez que éste alcanza su madurez ellas tratan de barrenar su hegemonía.



Pero el derrumbe de los Estados, el colapso de los imperios y la muerte de las civilizaciones no implica en modo alguno el fin de la historia. La vida y la historia continúan. El espíritu después del ocaso resucita, vuelve a rejuvenecer, adquiere nuevos bríos, cuaja en nuevas formas[8] y afronta y resuelve nuevos problemas. En efecto, él se despliega una vez más, alcanza el umbral de su nuevo horizonte, y otra vez se hace consciente de sí mismo y se torna libre.



Por cierto, el espíritu experimenta una incesante metamorfosis, en cuanto cuaja en una forma la colma de plenitud, pero una vez que ha alcanzado la madurez, su propia dinámica trasciende la forma y la destruye. Al respecto Hegel sostiene que “en la historia vemos al espíritu propagarse en inagotable multitud de aspectos, y gozarse y satisfacerse en ellos. Pero su trabajo tiene siempre el mismo resultado: aumentar de nuevo su actividad y consumirse de nuevo. Cada una de las creaciones, en que se ha satisfecho, se le presenta como una nueva materia que exige nueva elaboración. La forma que ésta ha recibido se convierte en material que el trabajo del espíritu eleva a una nueva forma”[9].



Las categorías de variación y rejuvenecimiento dan cuenta de las incesantes mutaciones que se producen en el decurso de la historia universal. No obstante, y a pesar de ellas, la naturaleza humana permanece incólume. ¿Qué permanece inmutable en ella? La tensión existente entre las pasiones y la razón; entre el alma y el espíritu; entre lo dionisiaco y apolíneo. Tales polaridades son las que alimentan el antagonismo y suscitan la incesante transformación del mundo histórico. Por cierto, la naturaleza humana -según Hegel- permanece invariable, en cuanto sigue siendo “la misma y única esencia [a pesar de] las más diversas modificaciones”[10].



Pero si la naturaleza humana –concebida de manera hegeleana- permanece invariable, ¿será posible que ella alguna vez logre construir un orden perfecto y armónico, es decir, sin contradicciones ni antagonismos? De acuerdo a lo expuesto, la respuesta a esta pregunta sería negativa. Ahora bien, si tuviese una respuesta positiva no sólo sería factible el fin de la historia, sino que además el fin del hombre en cuanto tal, es decir, como mixtura de pasión y razón. Tal mixtura es la que otorga identidad al hombre, a pesar de la espectacularidad de los cambios[11], y si ella se transmutase en algo radicalmente diferente, esa nueva entidad ya no podría ser calificada de humana.

Revisión crítica del planteamiento de Fukuyama



En este apartado centraré mí análisis en dos aspectos del planteamiento de Fukuyama. Intentaré, por una parte, detectar las flaquezas de su discurso desde una óptica exclusivamente intelectual y, por otra, trataré de confrontar su diagnóstico con la experiencia histórica para determinar si existe concordancia entre sus ideas y la realidad factual. Al proceder de esta manera no creo que desvirtúe el planteamiento de Fukuyama, porque de acuerdo a su línea de razonamiento ambas dimensiones están entrelazadas.



El fin de la historia para Fukuyama supone la finalización de los conflictos ideológicos. Fukuyama entiende la historia como un drama que tiene por protagonistas a las ideas; y, en tal sentido, ella sería la expresión de las pugnas ideológicas. Entendidas así las cosas, es factible conjeturar, que la historia alcanzaría su máxima intensidad en los siglos correspondientes a la modernidad; llegando al punto más alto en el período que va de 1917 hasta 1989 (años de paroxismo ideológico), vale decir, desde el comienzo de la Revolución Bolchevique hasta la caída del Muro de Berlín.



Lo que interesa aquí es consignar que para Fukuyama la historia supone enfrentamientos no sólo de las ideologías, sino que también de las ideas. Entonces, el fin de la historia implica el fin de las pugnas, sean éstas de índole ideológica, en sentido estricto, o no. Por consiguiente, en el mundo poshistórico, afirma Fukuyama, “no hay lucha en torno a grandes asuntos y, en consecuencia, no se precisa ni de generales ni estadistas”[12]. En suma, el mundo poshistórico en su madurez es un mundo sin conflictos.



Respecto a la tesis del fin del antagonismo, los errores en que incurre Fukuyama, en mi opinión, son cuatro. Primero, parte del supuesto que el conflicto solamente es suscitado por una disparidad de criterios en torno a los fines; no obstante, el conflicto también puede surgir como una disputa respecto a los medios para alcanzar un fin. Segundo, los antagonismos no sólo son suscitados por motivaciones ideológicas sino que también por intereses de variada índole y, en general, por las pasiones y por una variedad de móviles extra racionales. Tercero, las razones por las cuales los hombres entran en pugna son cambiantes en el tiempo; dicho de otro modo: no sabemos qué entidades pueden suscitar confrontaciones en el futuro. Cuarto, en el supuesto que exista un dispositivo de reglas para encausar los antagonismos es probable que el conflicto surja en torno a la interpretación de dichas reglas.



Por otra parte, en lo que concierne a la tesis del Estado Homogéneo Universal, es pertinente consignar que es una noción que permanece indefinida en el planteamiento de Fukuyama. Sin embargo, es posible presumir que dicha noción supone un tipo de asociación política supranacional propia del mundo poshistórico, es decir, de un mundo en el que no existen conflictos o por lo menos donde están ausentes los antagonismos de envergadura.



Este punto es discutible, como ya lo hice notar. No obstante, podemos obviar la objeción suponiendo (aun contra la evidencia empírica) que la naturaleza humana en todas sus manifestaciones es intrínsecamente pacífica y altruista. Si fuera así, se podría aceptar la tesis del fin de la historia sin mayores problemas. Incluso es posible imaginar que los hombres se pueden agrupar en instituciones que tienen una configuración legal similar y que además ellas se sustentan en una misma fuente de legitimidad. Entonces, ¿cuál es la objeción? El punto discutible es que dicho Estado sea universal.



Recordemos que el Estado es un tipo de asociación política que se constituye, por una parte, para proteger a la población que está al interior de sus propias fronteras con el propósito de sofocar las relaciones intempestivas entre los individuos y, por otra, para proteger a la población de las agresiones de aquellos individuos o asociaciones que están más allá de sus fronteras. Las asociaciones (incluido el Estado como la asociación política suprema) se articulan en torno a intereses. Las finalidades que incitan a los individuos a agruparse en unidades políticas son, básicamente, tres: en primer lugar, se aglutinan para conservar su propia vida frente a la agresión de otros; en seguida, para preservar su propiedad de la rapiña de terceros; y, finalmente, para velar por la peculiar concepción que la asociación tiene de su propia seguridad, como asimismo de lo bueno y deseable.



Mas los intereses que cohesionan a los individuos son variables, porque no todos los hombres valoran de igual manera la realidad, por ende, no todos se aglutinan y orientan su acción en función de las mismas valoraciones. Suponer lo contrario sería utópico. Por cierto, uno de los rasgos del pensamiento utópico -consigna Isaiah Berlin- es que éste “presupone que los seres humanos como tales buscan las mismas metas esenciales, idénticas para todos, en todo momento y en todas partes”[13]. De manera, pues, que resulta utópico suponer que todos rigen su conducta atendiendo a los mismos intereses.



Por consiguiente, no es plausible suponer que todos los individuos se van aglutinar de manera espontánea en una misma entidad, en circunstancias que ellos tienen diferentes intereses y, por añadidura, desiguales motivaciones. En consecuencia, la configuración de un Estado Homogéneo Universal no resulta del todo factible, no porque sea técnicamente imposible, sino por el antagonismo de intereses y por la heterogeneidad de valoraciones. Ambos constituyen un obstáculo difícilmente esquivable.



Las anteriores consideraciones no tienden a erosionar el discurso de la globalización. La globalización es un factum. Pero el hecho de que el mundo actualmente sea una totalidad interconectada no implica en modo alguno que funcione como una unidad.



Como ya lo hizo notar con cierto matiz de ironía Carl Schmitt en 1932, la única razón para que la humanidad constituya un Estado planetario es la presencia de una amenaza que provenga de más allá de la biosfera, por tanto, se requiere la existencia de un enemigo que sea común a todo el género humano[14]. La ironía de Schmitt apunta a poner de relieve un hecho básico: que las asociaciones políticas se constituyen en función de intereses comunes. Así por ejemplo, las alianzas políticas tanto entre individuos como entre los Estados se constituyen, como observó certeramente Maquiavelo, “o para defenderse o por miedo a ser atacados o para sacar algún beneficio”[15]. Luego, en el corazón de la política está el interés; el interés que lleva a asociarse, pero que al mismo tiempo suscita conflictos entre los aliados. La amistad política, como observó Aristóteles hace veinticinco siglos, es una amistad quejumbrosa[16].



En suma, Fukuyama se solaza con la idea de un mundo sin conflictos y de una humanidad que será capaz de organizarse en un Estado Homogéneo Universal. Por cierto, Fukuyama tiene la expectativa de que Occidente, y con él todo el planeta, llegará a una etapa (más temprano que tarde) en el que no habrán grandes conflictos y, por lo tanto, un mundo donde ya no existirán crisis que tensen el sistema. En definitiva, según Fukuyama, el modo de vida occidental se extenderá por todo el globo y junto a él la paz y las comodidades del Estado Homogéneo Universal.



Fukuyama, sin embargo, parece no conocer, o por lo menos no poner reparo, en una peculiaridad distintiva de Occidente, a saber: la idea de crisis. Occidente siempre está tensado por algún tipo de conflicto. En Occidente no hay órdenes sociales, políticos, económicos, o de otra índole, dados de una vez para siempre, porque él está en incesante mutación. Tal peculiaridad la identifica con nitidez Karl Jaspers cuando afirma que “Occidente no es estable en ningún sentido; en ello radica su permanente inquietud, su constante insatisfacción, su incapacidad de contentarse con algo perfecto y acabado”[17]. En consecuencia, una de las características distintivas de Occidente es que éste vive en crisis. La idea de crisis, como asimismo la capacidad de transmutación, es consustancial a Occidente.



En efecto, en Occidente no hay soluciones incuestionables que tengan una validez intemporal, absoluta, definitiva. No obstante, en momentos excepcionales de su devenir histórico ha tenido la ilusión de eternidad; de haber alcanzado el orden definitivo y perfecto; son momentos fugaces, “de plenitud, aparentemente armoniosa y definitiva y, por lo mismo, ingeniosamente seductores”[18], afirmaba el historiador Héctor Herrera Cajas, en 1983, cinco años antes que Fukuyama enunciara su controvertida tesis del fin de la historia.



En este contexto, la tesis de Fukuyama es un espejismo más, entre otros. Ilusiones similares también se han tenido en el pasado. Son los fugaces Siglos de Oro, en los cuales, según José Ortega y Gasset, el hombre “tiene un mínimo de problemas sin resolver”[19]. En ellos la vida exhibe su dimensión esplendorosa y luce un rostro sonriente, lozano, primaveral, pero fugaz. En definitiva, son los momentos estelares de una civilización; momentos como el Siglo de Oro de Pericles o el siglo XIII de nuestra era. Son coyunturas, asevera el profesor Herrera, “en que parece que se vive un estado de armonía, en que todo ha sido resuelto”[20]; sin embargo, “allí ya están incorporados los fermentos de la crisis a esa situación histórica”[21] y que eclosionarán en las décadas siguientes.



En suma, la tesis de Fukuyama que sostiene la superación definitiva de los antagonismos y el surgimiento de un Estado Homogéneo Universal, es difícilmente admisible por las razones anteriormente expuestas.

Algunas consideraciones finales a modo de conclusión



Estimo que los planteamientos de Fukuyama, por los menos en dos aspectos, no se ajustan a cabalidad al pensamiento de Hegel. Uno de ellos concierne al triunfo del liberalismo y el otro al fin de la historia.



Respecto al primero, cabe preguntarse si la concepción del liberalismo que tenía Hegel es la misma que tiene Fukuyama. Dicho de otro modo, ¿utilizan, ambos autores, la misma palabra con idéntico significado? Personalmente creo que el liberalismo al que se refiere Hegel es diferente del de Fukuyama, por los menos en dos aspectos. Por una parte, la concepción del individuo que tiene Hegel no es atomista, en el sentido de individualista, puesto que para Hegel el individuo es siempre un sujeto colectivo, una agrupación, un pueblo. En cambio, para Fukuyama el individuo es siempre una persona, esto es, un sujeto singular. Por otra parte, la concepción de la libertad que tiene Hegel es, por decirlo de alguna manera, “orgánica”, en cuanto el individuo es libre en la medida en que participa conscientemente del espíritu del pueblo y se realiza al interior del Estado. Fukuyama, en cambio, concibe la libertad en términos negativos, es decir, como libertad frente al Estado.



Respecto al segundo aspecto, cabe señalar que Hegel concibe un final de la historia, pero en términos religiosos, es decir, como consumación de los fines y designios de la Divina Providencia[22]. Fukuyama, en cambio, concibe el final de la historia en términos estrictamente seculares.
Quizás la visión de Fukuyama del fin de la historia se asemeja más al ideal de la paz perpetua de Kant[23], con su confederación de repúblicas que constituyen un gobierno mundial, que a la tesis del fin de la historia que concibe Hegel.



E-Mail: luis_oro29@hotmail.com
Santiago, 03 de mayo de 2007.




NOTAS
[1] Luis R. Oro Tapia. Licenciado en historia, magíster en ciencia política y candidato a doctor en filosofía. Es autor de los libros “¿Qué es la política?” (RIL Editores, Santiago, 2003) y “El poder: adicción y dependencia” (Brickle Ediciones, Santiago, 2006). Actualmente cumple funciones docentes en el Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.
[2] El artículo fue publicado originalmente en los Estados Unidos en la revista The National Interest en el número correspondiente al verano de 1988. En Chile fue traducido y publicado por la revista Estudios Públicos en el número 37, correspondiente al verano de 1990.
[3] ¿Qué son las pasiones para Hegel? Es la “actividad del hombre, impulsada por intereses particulares, por fines especiales, o, si se quiere, por propósitos egoístas”. Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Editorial Alianza, Madrid, 1989, p. 83.
[4] Hegel, op. cit. p. 47.
[5] La personalidad de los individuos, a pesar de sus singularidades, es configurada por el espíritu del pueblo y, en tal sentido, es expresión de él. Por cierto, él la constituye y la sustenta. Más aún, ninguna personalidad puede trascender al espíritu que la modela. “Puede sí, distinguirse de otros individuos, pero no del espíritu del pueblo. Puede tener un ingenio más rico que muchos otros hombres, pero no puede superar al espíritu del pueblo. Los hombres de más talento son aquellos que conocen el espíritu del pueblo y saben dirigirse a él”. Hegel, op. cit. p. 66.
[6] ¿Qué es el espíritu del pueblo para Hegel? Es como “un individuo natural” y “como tal florece, madura, decae y muere”. Por eso, “cuando el espíritu del pueblo ha llevado a cabo toda su actividad […] vive el tránsito de la virilidad a la vejez”. Hegel, op.cit, p. 71.
[7] En el momento del declive, es decir, de “la ruina de los pueblos cada cual se propone sus propios fines, según sus pasiones”. Hegel, op. cit. p. 73.
[8] El espíritu del pueblo hay que concebirlo “como el desarrollo de un principio, que está encubierto en la forma de un oscuro impulso, que se expansiona y tiende a hacerse objetivo […] Pero esta realización es a la vez su decadencia y ésta [constituye la base para] la aparición de un nuevo estadio, de un nuevo espíritu. El espíritu de un pueblo se realiza sirviendo de tránsito al principio de otro pueblo. Y de este modo los principios de los pueblos se suceden, surgen y desaparecen”. Hegel, op. cit. p. 69.
[9] Hegel, op. cit. p. 48.
[10] Hegel, op. cit. p. 60.
[11] Por cierto, a pesar de todos los cambios que ocurren en el mundo histórico, la naturaleza humana, por ser tal, permanece invariable. Dicho metafóricamente, en palabras de Hegel, “en el rostro más desfigurado cabe aún rastrear lo humano”. Hegel, op. cit. p. 60.
[12] Francis Fukuyama, “¿El fin de la historia?”. En revista Estudios Públicos. Número 37, año 1990, p. 9.
[13] Isaiah Berlin, “La declinación de las ideas utópicas en occidente”. En revista Estudios Públicos. Número 53, año 1994, p. 212.
[14] Cf. Carl Schmitt, El concepto de lo político, Alianza Editorial, Madrid, 1991, p. 83.
[15] Nicolás Maquiavelo, “Informe sobre la situación de Alemania”. Texto incluido en la recopilación de escritos políticos de Maquiavelo realizada por Miguel Ángel Grenada, publicada con el título Antología. Ediciones Península, Barcelona, 1987, p. 202.
[16] Aristóteles, Ética Nicomaquea, 1162 b 5-20.
[17] Karl Jaspers, Origen y meta de la historia, Editorial Revista de Occidente, Madrid, 1965, pp. 94 y 95.
[18] Héctor Herrera Cajas, “El sentido de la crisis en occidente”. Ensayo incluido en el libro del profesor Herrera titulado, Dimensiones de la responsabilidad educacional, Editorial Universitaria, Santiago, 1988, p. 72.
[19] José Ortega y Gasset, Obras completas, Editorial Alianza, Madrid, 1983, tomo V, p. 81.
[20] Héctor Herrera Cajas, op. cit. p. 72.
[21] Ibidem.
[22] Cf. Hegel, op. cit. p. 701.
[23] Cf. Emmanuel Kant, Sobre la paz perpetua, Editorial Técnos, Madrid, 1995.
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